El ‘influencer’ belga que fingió su propia muerte y se presentó en el funeral en un helicóptero

martes 11 de julio de 2023.

Bélgica es un país cargado de virtudes, pero entre ellas no está abordar de manera abierta y sana las necesidades emocionales. Es un país cerrado, donde todo se guarda. En el seno de la familia, en el ámbito personal o en los desvanes. Los problemas, los temores, las dudas, los miedos no afloran, y cuando lo hacen es de una forma superficial, insuficiente, o por desborde, cuando ya es demasiado tarde. No es algo particular de aquí, pensarán, y es cierto. Pero en un sitio pequeño, en el que la familia tiende a ser escasa y distante, en el que muchas amistades tienen fecha de caducidad desde el primer día, en el que la ambición profesional es tan alta, y en el que las relaciones con los padres se empiezan a diluir nada más cumplir la mayoría de edad, se vuelve todavía más duro. En casa se aprende que el silencio es la norma y en las instituciones europeas se consolida, y esa lección se pasa de generación en generación, causando traumas encadenados.

Un paper de hace un par de años sobre las consecuencias psicológicas y sociales negativas de la supresión de necesidades emocionales arrojaba resultados interesantes. La tesis es que siendo lo anterior cierto, en algunos otros contextos culturales los efectos son diferentes. Los investigadores postulaban que las variantes en la represión “son menos pronunciadas para las emociones socialmente comprometidas (por ejemplo, la culpa) que para las emociones socialmente desconectadas (por ejemplo, la ira), porque las primeras fomentan la relación, mientras las segundas enfatizan los objetivos individuales”. Sorpresa: Bélgica, país individual por antonomasia, registra problemas en las habilidades necesarias para la resolución de conflictos. Especialmente mentales.

Este marco quizás sirva para entender mejor el caso de David Baerten. Es clara señal cuando te llamas así, eres de Lieja pero te haces conocer como Ragnar Le Fou (El Loco). Este señor, tiktoker e influencer, se hizo famoso cuando fingió su propia muerte para aparecer en su funeral, en helicóptero y rodeado de cámaras. ¿Para qué? Por narcisismo, por followers, por dinero, por no tener filtro, o por pocas neuronas. Pero la excusa es que buscaba dar una lección a sus allegados sobre lo efímero de la vida. Reprochar a los que en el día a día no están y luego sueltan lágrimas de cocodrilo cuando no hay nada que hacer. Para más inri y deleite de Freud, todo debía ocurrir en el Día del Padre.

No fue una ocurrencia del momento, sino que el streamer (que como buen belga tiene una casa de escaso gusto arquitectónico cerca de Torrevieja) se tiró un año preparándolo, contrató a una productora y sólo avisó a su mujer y a sus hijos, a los que implicó de lleno. La gente, de hecho, se enteró de su muerte por un sentido mensaje de su hija en sus redes sociales. “Descansa en paz, papi. ¿Por qué la vida es tan injusta? ¿Por qué tú? Ibas a ser abuelo, y aún tenías la vida por delante. ¡Te amamos! Nunca te olvidaremos”, escribió.

Obviamente, al señor le han llovido las críticas, pero como se alimenta de atención, menciones y no hay mala publicidad, está encantado. “Solo me quedo con lo positivo”, dijo tras torturar a familia y amigos. “Hay que impactar a la gente para que se dé cuenta de las cosas”. Como dijo un crítico del teatro de Maeterlinck, un belga que sí logró ser universal, estas gracias son “pura y simplemente literatura de capilla, que se dirige a unos pocos iniciados mediante el simbolismo de lo oscuro”

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