La cabeza del expresidente puede dar oxígeno al proyecto presidencial, pero el camino para erosionar la justicia selectiva es largo
AMLO prometió que no iría contra los expresidentes. “No soy vengativo”, declaró en más de una ocasión. Con una salvedad: a menos que el pueblo me lo pida. Si en una consulta, el pueblo me dice que enjuiciemos a los expresidentes del país, desde Carlos Salinas hasta Enrique Peña, no habría más que obedecer. El hoy Presidente criticó la vieja justicia selectiva del “Chivo Expiatorio”, en donde un funcionario menor pagaba por los excesos del gobierno en turno. López Obrador ha evitado, durante casi veinte meses, señalar directamente al peñanietismo de la corrupción del pasado. Por el contrario, prefiere diluirlo todo en el aura de la “corrupción de los neoliberales” y minimizar los excesos del sexenio que encabezó el ex gobernador del Estado de México.
Lo cierto es que en una conjunción de múltiples crisis, López Obrador encuentra un tanque de oxígeno. Enfrentamos una crisis sanitaria producto de la mala gestión de la pandemia. Enfrentamos una crisis económica derivada del confinamiento. Y vivimos, también, una crisis de inseguridad que no cesa. Lo natural en una democracia es que el partido en el Gobierno reciba una dura sanción electoral en 2021. No obstante, los casos de corrupción abiertos, así como la ausencia de alternativas políticas desde la oposición, le devuelven la iniciativa política al Presidente. El relato es simple: fijémonos en Lozoya, Videgaray, Peña Nieto y la corrupción del neoliberalismo, y olvidémonos de las cifras récord en homicidio, los 42 mil muertos por COVID y la depresión económica.
Y una cuarta crisis que se suma a las anteriores: la del sistema de partidos surgido de la elección de 2018. Morena, la fuerza mayoritaria, tiene una intención de voto que no supera el 20% a nivel nacional. Sin embargo, con eso duplica a un PAN alicaído, a un PRI en la lona y un PRD que lleva años sin salir de terapia intensiva. Y qué decimos de los partidos chicos. Sólo MC tiene vida propia, el resto nació o pervive como rémora del obradorismo. Un proyecto presidencial en aprietos y una oposición mediocre pueden llevarnos a un escenario de altísima abstención electoral en 2021.
Sin embargo, dentro de estas múltiples crisis, el panorama se abre para el oficialismo: Lozoya cae y está dispuesto a jalar de la sábana. Todo esto con una salvedad: México está vacunado contra los quinazos. México está vacunado contra los golpes de la justicia selectiva. Es decir, esos peces gordos que entran en prisión para calmar las ansias justicieras del pueblo mexicano. Antes, esos golpes políticos marcaban sexenio. Definían qué era admisible y qué no lo era. Afianzaban el poder de quien llegaba a la Presidencia de la República. Peña Nieto quiso jugar esa misma carta luego de encarcelar a Elba Esther Gordillo, pero el efecto duró poco. Siete semanas de crecimiento en las encuestas y, posteriormente, la reforma fiscal, Ayotzinapa y el escándalo por la casa blanca marcaron negativamente su sexenio. Quien iba a restaurar el poder absoluto del Presidente quedó vilipendiado, hundió a su partido, vive en el extranjero y es rechazado por el 80% de los mexicanos. Y en el presente, volteemos a ver, en este mismo sexenio, lo ocurrido con Rosario Robles. Quien fuera titular de Desarrollo Social está en prisión y el impacto en la opinión pública es menor. Robles no fue una funcionaria menor del sexenio anterior.
El caso Emilio Lozoya coloca al hoy Presidente frente a ese espejo en donde se han mirado tantos mandatarios. Aunque en un momento distinto de la vida nacional. Hoy, los quinazos sólo confirmarían que López Obrador ejerce el poder presidencial básicamente igual que sus antecesores. La utilización de la justicia para afianzar su poder, pero sin ninguna intención de modificar el régimen corrupto (más bien, aprovechándose de él). Sin ninguna intención de alterar esa imbricación nociva y la cooptación partidista de los órganos de procuración de justicia. Si López Obrador quiere dar un manotazo en la mesa, sólo tiene un camino: la cabeza del expresidente Peña Nieto. Lozoya sólo es relevante si canta, si suelta la sopa.
Y algunos me dirían, juzgar y encarcelar a Peña Nieto sería un mega-quinazo, pero básicamente lo mismo de siempre. Sí y no. Romper el pacto de la impunidad transexenal es diluir una de las reglas sagradas del presidencialismo mexicano. Esa regla es el punto final tácito de cada sexenio. Peña no se metió con Calderón. Calderón no se metió con Fox. Fox no lo hizo con Zedillo. La democracia en México vino de la mano del pluralismo partidista y la fragmentación, pero no de un cambio a fondo en los engranajes que permiten la corrupción política. Las escaleras se barren de arriba hacia abajo y romper la impunidad transexenal no es puro show como algunos comentócratas sostienen.
El no. Un golpe al expresidente Peña Nieto puede tener mucho de electoral y muy poco de estructural. Es importante, por lo antes referido, que Peña Nieto y su sistema de corrupción queden al descubierto. Es importante que sepamos cómo fueron aprobadas las reformas estructurales del sexenio del priista y si hubo sobornos para que la oposición —en especial el PAN— votara afirmativamente las reformas más icónicas del Pacto por México (la energética, por ejemplo). Sin embargo, el golpe puede quedar en una especie de “juicio a una época”, pero no ir más allá. Los cambios estructurales que necesita el país están muy alejados del cortoplacismo mediático.
Garantizar que la causa que busca juzgar al peñanietismo por los sobornos de Odebrecht y la venta de Altos Hornos de México no sea una simple coincidencia electoral e ideológica, supone tocar a fondo el ministerio público, la fiscalización en el país y el Poder Judicial. Son reformas menos seductoras que la imagen de ver al expresidente Peña Nieto entrando en prisión, no obstante son nuestra única garantía de un futuro más justo.
No minimizo ni maximizo la operación de la Fiscalía en contra de Emilio Lozoya y la información que el extitular de Pemex podría dar a cambio de una rebaja en su pena. Sin embargo, los caminos se bifurcan y no debemos confundirnos. Peña Nieto en el banquillo podría ser un mero acto de campaña e incluso ideológico que busque afirmar la corrupción de la liberalización del sector energético en el país (olvidando que el monopolio estatal también supuso excesos intolerables). Esa historia ya la conocemos y nos tiene aquí donde estamos. Incluso, esos quinazos también pavimentaron de López Obrador a Palacio Nacional. El otro camino es que la macrocausa sea el comienzo de una batalla real contra la impunidad que lastima a México. Ver al expresidente enfrentando a la justicia sería un gran paso que excede por mucho lo meramente simbólico, pero no es suficiente para asegurarnos la erosión de una de las herencias más nocivas del autoritarismo mexicano: la selectividad de la justicia.